Le pese a quien le pese, la formación del profesorado representa un campo de conocimiento educativo que no es propiedad de una casta de pedagogos vacíos y aburridos, sino patrimonio teórico, investigador y práctico de una comunidad profesional que se empeña, hace tiempo, en comprender y mejorar la educación y formación docente a escala nacional e internacional. Carlos Fernández Liria (CFL en adelante) ha publicado en eldiario.es un artículo, La estafa de la formación del profesorado, que ha atraído mi atención. Al tema le he dedicado muchos esfuerzos las últimas cuatro décadas de mi trayectoria docente y, dada la trascendencia que tiene, me parece pertinente cuestionar cualquier voz que pretenda con malas artes desacreditarla. No me parece mal que haya un dedo (el de nuestro autor) que apunte a la luna (formación docente), pero considero inadecuado, como poco, que sea tan avieso y torticero, orqueste tanto bulo y tome una parte de la luna (Máster de Formación del Profesorado -MFP en adelante) como pretexto para valoraciones y dictámenes indebidos. Antes de entrar en otros detalles, quiero decir que no acierto a entender el lenguaje grueso ni el halo de desprecio y supremacismo epistemológico del que el autor se envuelve para soltar todo género de improperios a instituciones (facultades de Educación) y a ciertos profesionales (los pedagogos): qué diría Freud de esa visceralidad, qué, por su parte Foucault, del régimen de verdad que CFL parece tener en propiedad. No tengo inconveniente en coincidir con el artículo en que la propuesta de la Conferencia de Decanos de las Facultades de Educación de añadir un año más a la formación inicial del profesorado merece alguna vuelta y no escasas consideraciones y temores: más tiempo de formación no supone, por sí mismo, mayor calidad formativa. Me temo, sin embargo, que, salvo esta coincidencia, sostengo serias y fundadas discrepancias con lo que escribe CFL.La primera tiene que ver con la apelación a evaluaciones del MFP que lo descalifican. Se dice que lo ha evaluado la OCDE, así como también su universidad (UCM): ambas han dictado sentencias negativas. ¿De veras? ¿La OCDE ha evaluado nuestro MFP, cuándo y cómo? ¿No será que TALIS hace alguna referencia aislada al mismo y que esa valoración se obtuvo sin más de opiniones del profesorado? Y, vamos a ver, con solo un 18,2% del alumnado de la UCM que valoró el máster, ¿puede afirmarse, como se hace, que éste no es sólido por ser baja “la satisfacción” que suscita? (adviértase que ese constructo es abiertamente de izquierda).Que yo sepa, ni el MFP ha sido evaluado más allá de lo que periódicamente hace ANECA (dejémoslo ahora de lado) ni tampoco hay evaluación de otras políticas educativas y sociales, lo que es un deber pendiente hace largo tiempo. Pero no intentemos engañar al personal. En segundo lugar, otro tema todavía más grueso si cabe. Sostiene sin rodeos el artículo que, en 2008, las facultades de Educación perpetraron un “golpe de Estado en la Academia”: impusieron e hicieron obligatorio a “carreras teóricas” (sic) un máster “en pedagogía”: la exageración eleva por las nubes el golpe y el tiro. Aquellas no impusieron el MFP, sino uno de Pedagogía, tal cual. Y nuestro colega se queda tan tranquilo. Se suelta el bulo, que cada cual entienda y decida lo que hacer con él; algunos comentarios al artículo, que me molesté en consultar, lo ratifican con la misma frivolidad que el original, así vamos: genuina y triste cultura y práctica fake. ¿No sabe CFL de dónde y de quiénes surgió el MFP, que vino más allá de los Pirineos? ¿Tampoco los por qué, para qué y los requisitos a cumplir de cara a lograr homologaciones estipuladas? Pues no estaría mal saberlo, valorarlo en su punto y, además, sin dejar de valorar ciertos tiempos y poderes vigentes con sus capacidades de veto. El MFP fue la única forma (urgida desde fuera) para superar la negación estructural e inveterada de las denominadas “áreas teóricas” que temían perder poder y clientela si se organizaba, como alguna vez se planteó, una carrera docente propia y plena, no un suplemento a las titulaciones disciplinares, que es lo que fue y sigue siendo el MFP. Ni poderíos pedagógicos ni nada parecido, sino una pura y abierta influencia de poderes universitarios hegemónicos; una cuestión mucho más prosaica, a fin de cuentas. Sus coletazos se extendieron hasta el momento de implantar en las universidades el nuevo máster. El vicerrectorado de estudios en cada universidad, en los preparativos y primeros pasos del Proceso de Bolonia, convocaron a todas las áreas universitarias en principio concernidas. Los efectos fueron sintomáticos: en alguna universidad como la mía, nos juntamos más de cincuenta en una reunión de explicación y posibles repartos a la luz de una de las lógicas más inveterada en la casa: “qué hay de lo mío”. Los afanes de participación duraron no más del tiempo suficiente para percatarse el personal que, en realidad, no había nada que repartir. Una tercera verdad que, aclaradas las cosas, podrá valorará el lector, es la que sugiere el artículo acerca de que las facultades de Educación son lo que son y atentan contra el sentido común por ser tristes y carecer sus miembros del néctar de la alegría del conocimiento: deberían por ello suprimirse, sin más. La razón originaria de todo ello, que están habitadas y controladas por una casta de amargados, los pedagogos (¿qué le habremos hecho a este señor todos nosotros sin excepción, todos sin más para merecer tanta inquina?). Estoy en condiciones de afirmar rotundamente que no hay ninguna facultad en nuestras universidades más hospitalaria y abierta que la de Educación: hay en ella filósofos que no deben gustarle al filósofo CFL, psicólogos, sociólogos, economistas, especialistas correspondientes a todas las disciplinas del currículo de secundaria, primaria e infantil y sus respectivas didácticas. De modo que ningún pedagogo que no sabe matemática enseña a nadie este conocimiento: lo hacen doctores en Didáctica de la Matemática, y así en todas las demás “áreas teóricas”, que dice CFL. ¿Todos ellos y ellas carecen de conocimientos sustantivos, todos hablan y enseñan de lo que no saben, todos, por la fatalidad de algún dios del Olimpo epistémico, quedaron privados del placer del conocimiento? Hay, finalmente, otro flanco, que a fin de cuentas es el más relevante. Se refiere a la tensión dilemática que el artículo plantea entre conocimiento, enseñanza y aprendizaje, entre contenidos y desarrollo de capacidades y competencias (no entremos ahora en la polisemia de estos términos). En el artículo hay frases textuales o abreviadas como: “el mayor incentivo del conocimiento es el conocimiento”, “los seres humanos desean saber, no hay que insuflarles el saber a traición ni jugando al corro de la patata”, “el conocimiento se impone por sí mismo, el problema está en querer despertar el interés por el mismo”. Si lo dicho en los puntos anteriores parece poco más que hojarasca ruidosa, lo que se comenta ahora entra de lleno en asuntos clave. De algún modo enlaza con algo que está aquejando seriamente a nuestra educación. El afán de contraponer falsamente conocimientos (lo que vale la pena enseñar y aprender en la escuela) y pedagogía (facilitar los aprendizajes del alumnado) puede ser un síntoma digno de atención. Quizás no es ajeno a algo que está a la vista. Contamos con estadísticas que apuntan el hecho (aproximado) de que, tomando la franja de edad de la población entre los 18 y 35 años, en torno a una mitad de las personas cuentan con formación superior, mientras que, por el otro extremo, hay cifras casi similares que resultan de sumar a quienes no se graduaron en ESO, abandonaron prematuramente la formación y ni trabajan ni estudian. Pasaron por la escuela, se les ofreció conocimientos, pero a miles y miles de nuestra ciudadanía más joven les resbalaron las sesudas explicaciones que tantos docentes les regalaron. Nuestra formación del profesorado sigue pendiente de un diagnóstico que ilumine qué es lo que está pasando y qué debe mejorarse, de una transformación profunda basada en el conocimiento y las mejores prácticas disponibles, de un firme compromiso con la corrección de desigualdades educativas que no solo vulneran derechos de las personas, sino también la existencia misma de una sociedad democrática, justa y habitable. Juan M. Escudero Muñoz es profesor emérito de la Universidad de Murcia.
Un dedo que apunta a la luna: ¿estafadores de la formación docente? | Educación
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